Supuestamente llegábamos a las 21:30 a Agra, sin embargo el maquinista decidió tomarse un descanso casi al final del trayecto con lo que llegamos a eso de las 12 de la noche.
Según entramos en el tren, vimos que nuestros asientos estaban ocupados, pero sin rechistar los indios se levantaron y fueron a buscar otro lugar donde acomodarse. Y no fue un trabajo fácil, puesto que el vagón estaba ocupado por una familia entera de unos 50 integrantes que querían estar juntos, tener mesita para echar una partidita de cartas...
A medida de que las horas pasaban, el sol dejaba de calentar, el aire acondicionado nos helaba, los indios cenaron montando un alboroto sin igual y la espera nos desesperaba poco a poco.
En esas circunstancias, al fin llegamos a la estación, cogimos un rickshaw, recorrimos la ciudad que tenía una pinta horrible sobre todo porque olía fatal y llegamos al hotel.
La habitación, un dormitorio para todos, era bastante cuchitril, pero el baño era especial, tenía encanto y al permitirte estar en comunión con la naturaleza, te hacía olvidar lo malo que podía ser el dormitorio: ¡estaba lleno de saltamontes!
Los empleados fueron muy amables y nos dieron de cenar pasadas las 12. Agradecidos nos fuimos a la cama con la intención de dormir un poco y madrugar a las 5 para comprar las entradas y presentarnos en el Taj Mahal.
Cuando fuimos a comprar las entradas y vimos la cola que se había formado con maleducados indios, nos asustamos un poco, porque pensábamos que no llegaríamos a la apertura de las puertas del mausoleo, pero ser blanco tenía que tener alguna ventaja, y gracias a la falta de melanoma nos pusimos en la cola de extranjeros siendo los primeros en comprar los tickets.
Así pues, fuimos a la entrada y nos colocamos en la cola de extranjeros, separados, mujeres por un lado y hombres por otro. La entrada fue un poco surrealista. Solo había un pica para dejar pasar a todo el mundo, que eramos muchos, y no seguía ningún orden concreto al picar las entradas.
Tuvimos suerte, y a pesar de que los indios se nos intentaron colar, el pica nos dejo pasar prontito, y tuvimos el lujo de ser los primeros en avistar una de las siete maravillas del mundo.
Hay que decir, que el mérito lo tiene ganado; el Taj Mahal es impresionante, indescriptible. Nada ostentoso, su belleza radica en su simpleza.
Cuando lo ves por primera vez, te gusta; su impacto visual es impresionante, aunque tienes que tener en cuenta que llevas grandes expectativas y tal vez no se cumplan.
Sin embargo, continuas contemplándolo, y cada vez te gusta más, su magnetismo te posee, y te va tatuando una imagen en el cerebro que perdurará en la eternidad, un espléndido grabado en tu mente para la posteridad.
Cogimos un guía, que a pesar de enseñarnos algunos detalles, no merecía mucho la pena. Su mejor aporte, fue la explicación de la simetría del panteón dedicado a la reina.
Podríamos pasarnos horas describiendo lo que vimos, detallando lo que sentimos, y aún así nos quedaríamos cortos, nos faltarían hojas y no le haríamos justicia a semejante belleza.
Una vez visto, decidimos descansar un poco y fuimos a dormir un par de horas, ya que la falta de sueño nos machacaba.
Despiertos y más enérgicos ya, nos acercamos al fuerte, otra obra maestra digna de ver. Aquí, el rey pasó sus últimos días encerrado por su hijo. Su habitación, daba al Taj Mahal, el lecho de su amada esposa.
El fuerte compaginaba diferentes estilos arquitectónicos y símbolos de 3 o 4 religiones diferentes, jardines, mosaicos y detalles esculpidos con laboriosas manos.
Uriarte y Juan pudieron observar una mujer con andares raros. No entendían si era que le molestaban los tacones, si tenía algún problema físico...pero a medida que se acercó, lo comprendieron todo. Debajo de su falda, recorriendo toda su pierna, una sustancia marrón semi-líquida descendía para la angustia de la mujer.
Entre risas, dejamos el fuerte y nos dirigimos a comer. Entramos a un restaurante y al ver los precios, decidimos que ese no era nuestro lugar, demasiado caro para nuestro presupuesto, sobrepasaba los 2,5€...jajaja.
Pero en India todo se negocia, y como no querían perder a sus clientes, el camarero nos dijo que nos haría un descuento y que no nos cobraría impuestos. ¡Así da gusto comer!
De ahí fuimos al Baby Taj, un pequeño mausoleo con mucho encanto, pero que obviamente después de ver al hermano mayor, no impacta ni asombra demasiado, aunque no hay que desprestigiarlo.
Empezaba a atardecer y acudimos a un parque enfrente del Taj Mahal, al otro lado del río, para ver la puesta de sol. Una vez más, nos sentamos delante de la majestuosidad que a su vez muestra lo grandioso que es el ser humano cuando se lo propone, y nos quedamos en silencio, embobados viendo el tiempo pasar en una tranquilidad inigualable, en un paraíso terrenal.
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