Otra de las paradas de Nepal, fue Pokhara,
donde pudimos sentirnos en comunión con la naturaleza.
El viaje fue largo, y la llegada, triste,
puesto que estaba lloviendo a cántaros y había una niebla fantasmagórica,
tiempo, que perjudicaría la visibilidad de los Annapurnas.
En cuanto llegamos, pedimos que nos dieran de
comer en el hotel. Tardaron en servirnos unas 2h, con la excusa de que los
ingredientes eran “fresh”.
Debe ser que como Arguiñano, fueron a la
huerta en busca de lo mejor.
La mañana siguiente, estuvo más despejada y
no llovía, así que a eso de las 4:30 de la mañana, nos levantamos y fuimos a la
cima del Saranghot. En el trayecto nos
encontramos con un chucho que pedía continuamente que le acariciases, y en
cuanto parabas, te rascaba con su pata para que siguieses y no parases.
El amanecer fue algo espléndido. Fue una pena
que las nubes nos perjudicasen y no nos permitiesen ver a los gigantes ochomiles
en toda su grandiosidad. Pero entre claro y claro pudimos contemplar las cimas,
muchas de ellas nevadas.
En esos momentos, te sientes el rey del
mundo. Calma, rodeado de majestuosas montañas, y todo un paraje natural ante
ti.
Juan y Uriarte habían acordado ir a hacer
parapente por lo que tocaba regresar al campamento base.
La bajada de una hora y media, fue auténtica,
ya que descendíamos la colina entre bosques y riachuelos.
El cuanto al parapente… fue un poco
accidentado.
Volvimos a encaramar la cima del Saranghot,
esta vez acompañados de los tutores que nos guiarían en el vuelo y de dos
chinas que iban con una vestimenta más apropiada para ir de compras que para
sobrevolar los Annapurnas.
Juan fue el primero en lanzarse, y al segundo
de echarse, una manta de niebla lo raptó.
Las corrientes no jugaban a su favor, no veía
nada, y para colmo el monitor le preguntó si sabía nadar. La muerte acechaba. Afortunadamente, no pasó nada grave,
exceptuando el aterrizaje forzoso, y Juan pudo disfrutar de un viaje breve pero
intenso y movidito.
Uriarte, en cambio tuvo suerte y pudo
disfrutar de un viaje tranquilo contemplando la frondosidad de los bosques y el
verde que se fusionaba con el azul del lago.
Eso sí, tuvo que estar esperando alrededor de
2 horas sentado en la cima viendo el tiempo pasar, esperando a que despejara.
Al menos tuvo como entretenimiento a las
chinas, que no se enteraban de nada, y no comprendían las instrucciones del
monitor. Tal fue su empanada, que una de ellas saltó cuando no debía y se metió
una hostia que por poco le parte las piernas.
Ya abajo, todos juntos, decidimos ir a la
estupa que se encontraba en un monte en medio del lago.
Llegamos a la orilla, atracamos y comenzamos
a subir escaleras, tantas como 45 minutos te permiten.
Dimos una vueltilla, vimos Pokhara, que
quedaba a nuestros pies y descendimos para comer, que eran las 4 de la tarde y
ya había gusa; llevábamos 12 horas despiertos.
De la comida mejor no hablamos, lo que no
estaba picante, era artificial, como el chopsuey que parecían gusanitos, y lo
mejor de todo, estábamos rodeados de gallinas que no dudaban en saltar a nuestros
regazos y a la mesa en busca de comida guiados por su gula.
Una vez malcomidos, cogimos los botes y de
nuevo, rema que te rema, que llegábamos tarde a la entrega de los mismos, y no
queríamos pagar penalizaciones.
Cuando llegamos, tenían poco agua y no eran
tan alucinantes, aunque hemos de admitir que con agua tienen que estar muy
bien. Por mucho que nos asomábamos, no veíamos el fondo.
A la salida, hablamos con unos tibetanos, que
nos comentaron un poco la situación del país, y lo que nos encontraríamos.
Un pequeño entrante, para nuestra próxima
visita.
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