miércoles, 26 de junio de 2013

Pokhara, Nepal



Otra de las paradas de Nepal, fue Pokhara, donde pudimos sentirnos en comunión con la naturaleza.

El viaje fue largo, y la llegada, triste, puesto que estaba lloviendo a cántaros y había una niebla fantasmagórica, tiempo, que perjudicaría la visibilidad de los Annapurnas.

En cuanto llegamos, pedimos que nos dieran de comer en el hotel. Tardaron en servirnos unas 2h, con la excusa de que los ingredientes eran “fresh”.

Debe ser que como Arguiñano, fueron a la huerta en busca de lo mejor.

La mañana siguiente, estuvo más despejada y no llovía, así que a eso de las 4:30 de la mañana, nos levantamos y fuimos a la cima del  Saranghot. En el trayecto nos encontramos con un chucho que pedía continuamente que le acariciases, y en cuanto parabas, te rascaba con su pata para que siguieses y no parases.



El amanecer fue algo espléndido. Fue una pena que las nubes nos perjudicasen y no nos permitiesen ver a los gigantes ochomiles en toda su grandiosidad. Pero entre claro y claro pudimos contemplar las cimas, muchas de ellas nevadas.

En esos momentos, te sientes el rey del mundo. Calma, rodeado de majestuosas montañas, y todo un paraje natural ante ti.



Juan y Uriarte habían acordado ir a hacer parapente por lo que tocaba regresar al campamento base.
La bajada de una hora y media, fue auténtica, ya que descendíamos la colina entre bosques y riachuelos.
El cuanto al parapente… fue un poco accidentado.

Volvimos a encaramar la cima del Saranghot, esta vez acompañados de los tutores que nos guiarían en el vuelo y de dos chinas que iban con una vestimenta más apropiada para ir de compras que para sobrevolar los Annapurnas.

Juan fue el primero en lanzarse, y al segundo de echarse, una manta de niebla lo raptó.
Las corrientes no jugaban a su favor, no veía nada, y para colmo el monitor le preguntó si sabía nadar. La muerte acechaba. Afortunadamente, no pasó nada grave, exceptuando el aterrizaje forzoso, y Juan pudo disfrutar de un viaje breve pero intenso y movidito.

Uriarte, en cambio tuvo suerte y pudo disfrutar de un viaje tranquilo contemplando la frondosidad de los bosques y el verde que se fusionaba con el azul del lago.



Eso sí, tuvo que estar esperando alrededor de 2 horas sentado en la cima viendo el tiempo pasar, esperando a que despejara.

Al menos tuvo como entretenimiento a las chinas, que no se enteraban de nada, y no comprendían las instrucciones del monitor. Tal fue su empanada, que una de ellas saltó cuando no debía y se metió una hostia que por poco le parte las piernas.

Ya abajo, todos juntos, decidimos ir a la estupa que se encontraba en un monte en medio del lago.
Alquilamos unos botes por unas horas y nos pusimos a remar. Rema que te rema.




Llegamos a la orilla, atracamos y comenzamos a subir escaleras, tantas como 45 minutos te permiten.
Agotados, al fin llegamos a la cima y vimos la estupa de la Paz Mundial.




Dimos una vueltilla, vimos Pokhara, que quedaba a nuestros pies y descendimos para comer, que eran las 4 de la tarde y ya había gusa; llevábamos 12 horas despiertos. 

De la comida mejor no hablamos, lo que no estaba picante, era artificial, como el chopsuey que parecían gusanitos, y lo mejor de todo, estábamos rodeados de gallinas que no dudaban en saltar a nuestros regazos y a la mesa en busca de comida guiados por su gula.

Una vez malcomidos, cogimos los botes y de nuevo, rema que te rema, que llegábamos tarde a la entrega de los mismos, y no queríamos pagar penalizaciones.

En cuanto atracamos, fuimos a por bicicletas, y nos dirigimos a ver las cataratas, las Devil Falls.





Cuando llegamos, tenían poco agua y no eran tan alucinantes, aunque hemos de admitir que con agua tienen que estar muy bien. Por mucho que nos asomábamos, no veíamos el fondo.

A la salida, hablamos con unos tibetanos, que nos comentaron un poco la situación del país, y lo que nos encontraríamos.

Un pequeño entrante, para nuestra próxima visita.

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